martes, 22 de noviembre de 2011

Hollywood apesta

 Acude a mi memoria una anécdota relacionada con el paso por España del famoso actor norteamericano Leonardo Di Caprio que considero interesante y digna de contarse, ya que, en su día, fue silenciada tanto por la prensa generalista como por la especializada, ante el temor de la productora por el posible efecto negativo que pudiera tener en la imagen del joven astro, y, por consiguiente, en la recaudación en taquilla de su última película.
La historia comienza en el madrileño barrio de Aluche, donde vivía (y sigue viviendo, según creo) la heroína de nuestra historia: una joven llamada Mª Isabel Prieto. Maribel (como es conocida entre sus amigas) estaba perdidamente enamorada de Leo Di Caprio. Este sentimiento llegaba hasta el punto de estar totalmente convencida de que el fin de su existencia en la Tierra (aun viviendo en Aluche) era casarse con el famoso actor. Tumbada en su cama, rodeada de cientos de fotos de su amado que cubrían por completo las paredes y el techo de su habitación, fantaseaba sobre el momento en que, como por casualidad, se conocerían; momento en el que él quedaría como hechizado por ella y no tendría más remedio que llevarla al altar.
El caso es que un buen día Maribel estaba hojeando una de esas revistas para jovencitas en las que lo mismo te explican qué tonos de pintalabios van mejor con tus ojos como te aconsejan cómo hacerle una felación en condiciones a tu novio para que, al terminar, éste aplauda y exclame “¡otra, otra…!”, revistas a las que era muy aficionada. Bien, pues estaba hojeándola cuando descubrió en una página la foto de su amado, lo que inmediatamente atrajo su atención al artículo al que acompañaba. Pues resulta que ante el inminente estreno de su última película (una historia de amor enmarcada en el accidente del dirigible “Hindenburg”) en España, Leo, a instancias de la productora, iba a darse un garbeo por la “piel de toro” para animar el cotarro y propiciar que fueran más niñas al cine (a ver su película, claro). Se esperaba que llegase a Madrid la siguiente semana y, por si alguna lectora quería probar suerte y arrancarle un autógrafo… o lo que fuera, el artículo incluía el nombre del hotel en el que se iba a alojar (uno de los más lujosos del centro de la capital, cuyo nombre omito dado que su director me rogó encarecidamente que no lo citase en mi relato, por cuestiones de imagen).
Ni que decir tiene que cuando Maribel leyó esto dedujo que, evidentemente, era obra del destino, que traía cerca a su amado para que la conociera, se enamorara de ella y la tomara en matrimonio, una cosa detrás de la otra, como en una carambola de billar; y que, también evidentemente, esto guardaba mucha relación con que ella era una Sagitario convencida. Así pues, no perdió más tiempo en deducciones y se puso a preparar el plan para conocer a su amado (o más bien para que éste la conociera a ella, que ella a él ya le conocía de sobra), plan que se llevó a la práctica como voy a contar en los párrafos siguientes.
El día señalado por la revista como de llegada de Leo a Madrid, Maribel se apostó en los alrededores del hotel. Lo primero que hizo fue reconocer el terreno. La calle estaba abarrotada de fans de Leonardo, lo que iba a dificultar un poco las cosas, ya que los de seguridad estarían atentos. Maribel se camufló en un portal y se puso la gorra y la chaqueta de su uniforme de trabajo (en su tiempo libre, para sacarse unos durillos, trabajaba en el servicio de pizzas a domicilio “Las amazonas de la pizza”, llamado así porque en la plantilla eran todas chicas) y sacó una funda de esas que se usan para que no se enfríen las pizzas, con una caja vacía dentro. De esta guisa se dirigió a la puerta de servicio del hotel y dijo al vigilante que habían pedido una “Pizza 4 Stagioni” en la 324. Un truco tan pueril no podía funcionar, pero la suerte (o el destino) vino en ayuda de Maribel en forma de vigilante incompetente que, sorprendentemente, no solo no puso ninguna pega, sino que además intentó parecer agradable con un comentario sobre lo mal que está el tráfico en Madrid y lo duro que tiene que ser para una chica estar todo el día Vespino va y Vespino viene entre tanto cafre (vaya, otro machista).
Usando el ascensor, llegó al piso en el que estaba la habitación del actor. Gracias a la revista conocía la distribución interna del hotel. El pasillo estaba dispuesto en forma de cuadrado. Dobló una esquina y se encontró frente a la puerta de la habitación de marras. En ese momento oyó el timbre del otro ascensor, que también se había parado en ese piso. Se asomó a la esquina del pasillo lo justo para ver salir del ascensor a un empleado del hotel y a otro tipo fornido. A este último lo reconoció como al guardaespaldas de Leo (tantas horas viendo fotos en las revistas tenían que servir para algo). Ambos se dirigían hacia allí. ¿Y ahora qué? Unos cuantos pasos más y doblarían por esa misma esquina, descubriéndola… Todo se iría al garete, ahora que el éxito estaba tan cerca que casi podía tocarlo… Qué narices, era el momento de jugárselo todo a una carta, y de perdidos al río… Sin pensárselo dos veces, abrió la puerta de la habitación de Leo y se metió dentro, con el afán de lanzarse en sus brazos de galán-de-cine-que-al-final-siempre-termina-salvando-a-la-chica. Para su decepción, la habitación estaba vacía, pero dicha decepción no fue total, porque encima de la cama había una maleta a medio deshacer, con prendas de ropa conocidas por Maribel de las múltiples fotos del actor que había visto. También reparó la chica en que se veía luz por debajo de la puerta del cuarto de baño y se oía la música de un radiocassette a bastante volumen procedente del interior de dicho cuarto. “Claro –pensó-; se está duchando o afeitando para relajarse un poco después del viaje, pobrecillo”.
 No tardó Maribel en bajar de las nubes y volver a la realidad. Una presión en la puerta y el picaporte se empieza a mover. Pánico. “¡Ya están aquí!”. Maribel salta hacia el cuarto de baño, en un nuevo órdago, e irrumpe en él como una exhalación. Y aquí sí que se encuentra con una auténtica sorpresa.
Leonardo Di Caprio está sentado en la taza del váter, con los pantalones y los gayumbos por los tobillos. Su expresión está totalmente contraída, como haciendo toda la fuerza de que es capaz. Los dientes rechinan al verse apretados con tanta fuerza. La cara, roja como un tomate de pura congestión, resalta aun más dadas las no pequeñas dimensiones de la cabeza del joven, haciendo el efecto de una boya de señalización. La función del radiocassette a todo volumen parece ser la de amortiguar los atronadores gruñidos del actor, que se ven acompasados por el chapoteo del producto interior bruto cayendo al agua. Por todo el cuarto de baño se percibe un nauseabundo y penetrante hedor a un compuesto de mierda y cocido madrileño (según fuentes próximas a la cocina del hotel, ésa fue la primera comida del astro tras su llegada a España), con mayor proporción de lo primero que de lo segundo, cuyo efecto se ve multiplicado por la elevada temperatura ambiental de la estancia. El calor, el olor, la grotesca visión y el bocata de chorizo que se había zampado Maribel un par de horas antes reaccionan, provocando una especie de explosión nuclear en su estómago, dando lugar a una arcada que pronto se ve transformada en vómito y sale con violencia por su boca. El pobre Leonardo, paralizado por la sorpresa de la repentina entrada de Maribel, se sorprende aun más cuando el chorro de vómito se le estrella en la cara, salpicando el resto de su anatomía. En ese mismo momento entran el empleado del hotel y el guardaespaldas, justo a tiempo de contemplar el colofón de esta dantesca escena.
Todo lo que vino después ocurrió muy rápido: el guardaespaldas cogió brutalmente a Maribel por el brazo y la puso de patitas en la calle, mientras mascullaba algo que sonaba así como “faquin nosequé” y “faquin nosecuántos”. Mientras, el empleado del hotel se quedó limpiando a Leo, porque en el servicio de esos hoteles tan caros también entra el limpiar de vómito a los clientes mientras éstos defecan, faltaría más. Pero a todo esto no le prestó Maribel mucha atención, ya que su mente se había quedado como bloqueada; no porque le diese asco ver a un tío cagando, eso lo hace toda la gente, y ahí precisamente estaba el problema: para ella, Leo no era como los demás; estaba por encima; era un ser supremo, tan bello y perfecto que no podía concebirse que cagara o meara, porque para cagar y mear ya había millones y millones de chicos. El descubrimiento de que Leo cagaba y meaba le desmitificó totalmente en la mente de Maribel hasta el punto de que nada más llegar a su casa quitó todas sus fotos de la pared (además, ahora que lo pensaba, ella no dejaba tanto tufo en el baño cuando hacía de vientre).
Lo que ocurrió después ya no lo sé. Puede ser que Maribel empapelase de nuevo su cuarto con el careto de cualquier otro ídolo, que se hiciera hincha del Rayo o que pasase directamente a la lucha armada, pero eso ya carece de importancia. Y colorado, colorín… esta historia llegó a su FIN.

ROBERTO BLANCO TOMÁS

P.D.: En el mundillo periodístico se comentó durante algún tiempo que un reportero de una revista bastante sensacionalista estuvo sonsacando al empleado que fue testigo de los acontecimientos y al resto del personal del hotel y que con ese material preparó un artículo al que pensaba poner un titular bastante impactante, del estilo de “Hollywood apesta”, o algo así, pero se ve que la productora, viendo que ésa no era la imagen que más convenía para promocionar su película, “untó” bien al susodicho reportero, ya que el artículo nunca vio la luz. ¿Que cómo conozco yo la historia con pelos y señales? Lo siento, pero un profesional nunca revela sus fuentes…

Texto: Roberto Blanco Tomás.
Publicado en PEQUOD, nº1

No hay comentarios:

Publicar un comentario