Esta historia comienza un sábado; una soleada mañana de marzo en Madrid, de ésas en las que, aunque aún hace fresco, ya se nota que va quedando atrás el invierno y da bastante gustito, la verdad. Pero como el tema de este número no es el clima, proseguiré con la historia que estoy a punto de empezar.
Venancio Parra, un señor de unos cuarenta y pico años, soltero, poco pelo moreno con canas, bigote mejor poblado pero igual de canoso, manco de la mano izquierda por culpa de un accidente laboral que no me voy a parar a contar porque ni esto es un programa de marujeo de ésos en los que se masturban con la desgracia ajena ni yo soy Ana Rosa Quintana (y, por lo tanto, esta historia no la he copiado de nadie; es mía). Venancio, decía, vuelve a su casa con una barra de pan, cuatro porras para el desayuno, el Marca y el Interviú. A Venancio le gusta comprar el Interviú los sábados para leerlo durante el fin de semana. Compra dicha revista porque “trae unos reportajes de periodismo de investigación muy interesantes”. Eso es lo que le dice al quiosquero, y éste sonríe con complicidad, lo que suele hacer ruborizar a Venancio, porque Venancio es un buen cristiano. Y, como buen cristiano, es un pajillero de agárrate y no te menees. Pero, como buen cristiano, esconde sus vicios con excusas convincentes (y ésta no lo es mucho, la verdad. Hay que pensar más, Venancio…). Porque Venancio compra el Interviú por las tías en bolas, como todo el mundo. A ver si no…
Venancio dejó sus compras en la encimera de la cocina y se sirvió café en una taza, mezclándolo con leche al 50 %. Llevó la taza al comedor y, en un segundo viaje, llevó también las porras y la prensa. Mientras se desayunaba, empezó a hojear el Interviú para ver el “material” de esta semana, pero uno de los reportajes antes mencionados atrajo poderosamente su atención haciéndole olvidar las razones (rubias, morenas, pelirrojas…) que le hacían comprar la revista. Las dos primeras páginas de las seis de que constaba el reportaje estaban ocupadas por dos fotos grandes, un titular, un subtítulo y algo de texto. Las dos fotos mostraban al mismo hombre, en la primera con un rótulo que decía “antes” y en la segunda con otro rótulo que decía “después”. En la primera, el brazo derecho del hombre acababa en un muñón… pero amigo, en la segunda tenía las dos manos, sin ningún tipo de marca en el brazo. El autor del artículo titulaba: “Milagro en el Maestrazgo”, y subtitulaba: “Los miembros crecen de nuevo en un pueblecito del Norte de Castellón”.
Si dijera que Venancio leyó el artículo entero con sumo interés me quedaría corto. Como, dado el espacio de que dispongo, no es cuestión de transcribir el artículo entero, lo resumiré: el hombre de la foto, manco desde un accidente de tráfico que tuvo en su juventud y natural de Masía de la Serra, pueblecito del Norte de Castellón situado en las mismas faldas de uno de los picos del Sistema Ibérico, estaba paseando por el monte, cerca del pueblo, cuando descubrió una cueva. Sintiendo una natural curiosidad, penetró en ella y quedó anonadado con lo que vio. En la relativa oscuridad destacaba una mancha de color verde fosforescente en la pared de piedra, en cuya forma este señor reconoció a la Virgen. Inmediatamente se arrodilló y comenzó a rezar. Cuando volvió al pueblo se lo contó a sus amigos y decidieron volver al día siguiente. Esa noche, Manuel (ese era el nombre del señor de la foto) sintió molestias en el muñón, como si le saliese algo, pero pensó que era debido a que iba a cambiar el tiempo. Al día siguiente descubrió atónito que la mano perdida en la carretera le había vuelto a crecer. El resto es fácil de imaginar: se corrió la voz y vino gente de todas partes, repitiéndose los milagros: manos, piernas, orejas e incluso testículos crecían como por arte de magia. La Iglesia, encantada con un milagro que por fin era incontestablemente cierto, había añadido el lugar a su “guía Campsa” de lugares santos y se disponía a edificar un templo al lado para ver si la situación se traducía en nuevos adeptos.
Venancio decidió ir a Masía de la Serra. Pidió unos días en el trabajo y cogió un tren para Castellón y después un autobús hasta el pueblecito del Maestrazgo, autobús en el que pudo contar dos mancos, tres cojos y un tuerto. No era aún de noche cuando llegó, por lo que, impaciente, se dirigió a la cueva. No le fue difícil encontrar el camino porque ya lo habían señalizado y también otras personas (entre ellas muchos de los viajeros del autobús) se dirigían al mismo sitio. La entrada de la cueva estaba llena de gente, cada una con lo suyo: cojos, mancos, tuertos, personas sin nariz o sin alguna de las dos orejas… También había otras personas (hombres, por cierto) sin minusvalía aparente, que despertaban la suspicacia de los demás acerca de qué miembro les faltaría. Cuando Venancio pudo acceder al lugar, lo encontró tal y como lo había visto en las fotos del Interviú: relativamente oscuro y con la mancha verde fosforescente en la pared con la forma de la virgen. Venancio se arrodilló y comenzó a rezar. No pudo dedicarle tanto tiempo como pretendía, pues la abundante concurrencia apremiaba a los que estaban dentro. Levantose y abandonó la cueva.
Le fue difícil encontrar donde pasar la noche, ya que el pueblo estaba abarrotado de peregrinos. Al final durmió en una casa particular gracias a que los vecinos, para ayudar en el esfuerzo de alojamiento, habían ofrecido todos menos uno (en todos los pueblos hay siempre un ateo) sus propias viviendas. Por la noche, en la cama, Venancio sintió un hormigueo en el muñón, pero no se atrevió a mirar, lo mismo que de niño nunca se había atrevido a mirar en la noche de Reyes, cuando oía a sus majestades, ante el temor de quedarse sin regalo.
Cuando despertó ya le había crecido la mano. Aunque lo esperaba, no por ello dejó de asombrarse. Allí estaba: una mano igualita a la que había perdido años antes. Ese día lo hizo todo con la mano nueva, para estrenarla y para probarla: cogió el tazón del desayuno con ella, abrió las puertas con ella, pagó todo con ella, llevó su maleta con ella, llamó a un taxi al salir de la estación con ella, y, nada más llegar a su casa, trincó el Interviú y… Bueno, ya me entienden…
Al volver al trabajo fue calurosamente felicitado por todos sus compañeros. Su jefe le invitó a un habano y sus amigos dieron una cena en su honor. Venancio era el hombre más feliz del mundo.
Una noche sintió un hormigueo en el cuello, pero no le dio importancia y se fue a dormir. Al despertarse, a la mañana siguiente, notó una sensación extrañísima en el mismo sitio. Fue a mirarse en el espejo del cuarto de baño y lo que vio le heló la sangre en las venas. ¡Le había crecido una mano en el cuello! Al principio sintió pánico pero, como hombre de hígados que era, se dominó, se tapó el nuevo apéndice con una capucha y corrió al servicio de urgencias del Hospital Clínico. En un primer momento había pensado que era un castigo divino por haber usado la mano para determinados fines con ayuda del Interviú, pero desechó tal idea cuando un médico especialista (“¿Especialista en qué? –pensó Venancio- ¿En manos que crecen en el cogote?”) le comentó que les estaba ocurriendo lo mismo a los demás beneficiarios del milagro: a la mayoría de ellos les estaban creciendo miembros en distintas partes del cuerpo. Era como una especie de “efectos secundarios” del milagro. El primero había sido, de nuevo, Manuel, el de Masía de la Serra, al que le había crecido un pie en el ano. Al principio creyó que era una hemorroide, pero pronto descubrió que en realidad era un pinrel, concretamente un pie derecho, talla 42-43.
El asunto pronto encontró eco en los medios y fue recibido como un mazazo por la opinión pública. La Iglesia intentó dar explicaciones, pero esta vez lo tenían realmente difícil: “Nuestra Señora, en su infinita bondad, no sólo otorga a sus devotos lo que éstos necesitan, sino que les da de más, para que tengan repuestos de sobra. Aleluya, hermanos”. Pero este intento de defender el milagro a capa y espada no fue bien acogido. “No, si ahora va a resultar que la Virgen es algo así como el Servicio de Intendencia del Ejército de los Estados Unidos, no te fastidia”, protestaba un conocido columnista en uno de sus artículos.
El caso es que los médicos se pasaron varios meses amputando miembros sobrantes a Venancio, a Manuel y a los otros; pero cada vez les salían más. En concreto, a Venancio, además de la mano en el cuello, le salieron un pie a la altura del omóplato, otra mano en el muslo derecho y una oreja en la tripa. Con el paso de estos meses que decía más arriba hizo su aparición el cáncer: 1340 afectados entre los visitantes de la cueva, entre ellos Venancio y Miguel.
Una mañana estaba Venancio en su cama del hospital, leyendo el periódico que le había traído su amigo Bartolo, cuando encontró, en la sección Sociedad, una noticia que le interesaba.
- Mira –le dijo a su amigo-. Aquí pone que un equipo de expertos ha visitado la cueva y, tras estudiarla, la han cerrado. También han cerrado una central nuclear que había cerca.
- Qué curioso –opinó Bartolo.
- ¡Por fin lo veo todo claro! Fíjate, Bartolo; a Nuestra Señora no le gusta la energía nuclear y ha hecho todo esto para que cerraran la central –exclamó Venancio, alegre-. ¡Es todo obra suya! ¡Y yo he sido su instrumento!
Y se quedó tan pancho, el tío…
Texto: Roberto Blanco Tomás.
Publicado en PEQUOD, nº4
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