martes, 22 de noviembre de 2011

La ficha verde

Todas las personas con las que he hablado coinciden al describir a Manolín: un niño aplicado en los estudios, un tanto introvertido, tímido pero educado; se lleva bien con sus compañeros de clase, pero no intima con ninguno. Era un niño un poco “casero”: cuando algún amiguito venía a buscarle para jugar al fútbol en la calle él hacía decir a sus familiares por el portero automático que no estaba, o que estaba durmiendo la siesta, o que estaba enfermo...
Manolín tenía una gran pasión. Todos tenemos alguna gran pasión, y la de Manolín era el parchís. Nadie sabe muy bien cómo ha llegado a apasionarle tanto a un niño de doce años un juego en apariencia tan simple. Empezó muy pequeño jugando con su abuela. Todos hemos jugado al parchís con nuestra abuela y lo que en otros niños no ha tenido mayores consecuencias, en Manolín se ha convertido en una afición que ocupa la práctica totalidad de sus ratos de ocio.
En un principio jugaba con personas pertenecientes a su círculo familiar: sus padres (su madre más; su padre ocasionalmente), su abuela, su tía Luisa… Intentó convencer a sus compañeros de colegio para que jugasen con él, pero todos le rechazaban diciendo: “¿al parchís? ¡Eso es un juego de viejas!”. Por eso dejó de frecuentar a sus compañeros y ya no iba casi nunca con ellos. El sufrir tan joven la incomprensión de los demás hizo que su afición se fortaleciera, practicando cada vez más. Llegó un día en el que se dio cuenta de que no había adversario que pudiera compararse con él delante de un tablero y con el cubilete en la mano. Entonces fue cuando empezó a jugar solo, midiéndose consigo mismo en partidas colosales, con amplio derroche de estrategia hasta llegar a la última casilla.
Por Reyes, en sus cumpleaños y en todas las ocasiones en las que le hacían regalos pedía siempre tableros de parchís y demás objetos relacionados con su juego favorito: fichas sueltas, dados de colores… Una vez, su tío Matías quiso darle una sorpresa y le compró una consola Nintendo. Manolín cogió tal berrinche que su tío tuvo que ir a cambiarla por un parchís electrónico de ésos que le das a un botón para tirar el dado.
Todo un mundo nuevo se abrió para Manolín cuando se dio cuenta del parecido de las baldosas del suelo con las casillas del tablero de parchís. Ahora sus partidas no conocerían límites. Desde ese día, Manolín iba siempre con un cubilete en la mano y él mismo hacía de ficha. Jugaba por toda su casa y, cuando su madre le mandaba algún recado, iba hasta la tienda tirando los dados y moviéndose por las baldosas de la acera.
-  ¡El niño tonto éste! ¡Ya me está cansando con el parchís de las narices! –exclamaba su madre cuando le veía pasar por el pasillo contando cinco.
-   Déjale, Marijose, son cosas de críos –le tranquilizaba su marido.
Mientras tanto, Manolín entraba en el refugio del cuarto de baño. Se miró en el espejo. Faltaba algo. Fue a su cuarto, trajo una caja de ceras de las gordas y se pintó toda la cara de verde. Otros niños juegan a ser Supermán, las Tortugas Ninja o Mijatovic. Él era la ficha verde.
Ni que decir tiene que el alter ego de Manolín y su consiguiente maquillaje no le hicieron ninguna gracia a su madre, pero su padre le dijo que él jugaba de pequeño a indios y vaqueros y también se pintaba la cara. Su madre, no muy convencida, concedió, siempre y cuando se lavase la cara para cenar.
Manolín (o, mejor dicho, “La Ficha Verde”) jugó partidas interminables aquel invierno. Mientras en la calle nevaba (fue un invierno muy frío. Según la tele se alcanzaron las temperaturas más bajas en treinta años), Manolín, calentito en casa, contaba tres por el pasillo, volvía a tirar cuando le salía un seis, y siempre, siempre, llegaba a la meta.
Un sábado de primavera Manolín estaba solo en su casa con su madre. Los abuelos habían aprovechado unos ahorrillos para irse con Halcón Viajes a Cancún (que ya estaba bien, según su abuelo, tantos años trabajando y sin ver nada de mundo). Su padre había ido con su hermanita pequeña al centro para comprarle unas zapatillas de ballet (el último capricho de la niña, que había visto una película, o un programa, o vete a saber qué, por la tele y se pasaba el día de puntillas y haciendo cosas raras con los brazos). Manolín estaba jugando en el pasillo. Tiró los dados y sacó un seis. Recorrió seis baldosas, entrando en la cocina. Su madre estaba preparando la comida. “¿Ya vienes a enredar?”, dijo ella. Manolín no contestó. Había sacado un seis y le correspondía volver a tirar, cosa que hizo. Cinco. Contó cinco baldosas y cayó justo en la que estaba su madre. Ella le miró. Los ojos de Manolín brillaron mientras sus labios enmarcaban una sonrisa blanquísima, en contraste con el verde de su cara. Ella sintió un escalofrío. Manolín se abalanzó sobre ella con la boca abierta, mordiendo, masticando y tragando con la fruición de una piraña. Le llevó medio minuto escaso acabar con su presa. En ese momento entraban el padre y la hermana de Manolín por la puerta. Cuando el padre llegó a la cocina, alarmado por “unos extraños gruñidos”, descubrió los escasos restos del festín: un charquito de sangre, algunos cabellos y el dedo anular de ella con su alianza. Mientras tanto, Manolín contaba veinte hacia el salón.
Aunque ya hace tres meses de todo esto, poco se ha avanzado en el caso. Manolín sigue siendo objeto de estudio por los más prestigiosos psiquiatras de todo el país. Días después del suceso, el inspector de policía a cargo del caso declaraba a los medios de comunicación, momentos antes de ser cesado fulminantemente: “menos mal que al chaval no le dio por las damas: se podría haber comido a madre, padre y hermana en una sola jugada”. Lo cierto es que no se sabe qué se va a hacer con Manolín. Lo que sí es probable, ante el clamor popular, es que el parchís sea controlado estrictamente, por una autoridad elegida ad hoc, como “juego que incita a la violencia”.

Texto: Roberto Blanco Tomás.
Publicado en PEQUOD, nº3

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