martes, 22 de noviembre de 2011

El Superviviente

“Pues si no fuera porque lo dicen los del servicio meteorológico, cualquiera diría que aquí va a haber una tormenta”, pensó Sven. Sven Olsen, marinero del portacontenedores Ingrid, danés con bandera de Bahamas, por el tema de los impuestos, había terminado su turno de trabajo y se dirigía al catre dispuesto a dormir unas horas antes del siguiente turno. Era un precioso anochecer en el Pacífico, con un ligero vientecillo que hacía desplazarse ligeramente a las nubes, pero que no hacía presagiar el mal tiempo anunciado por el servicio meteorológico. “Y menuda tormenta: vientos de hasta 80 kilómetros por hora y olas de seis metros; ahí es nada”. Esto se lo había contado el Primer Oficial: “descansa lo que puedas, Sven, que de aquí a unas horas va a estar movida la cosa”. Una orden que Sven estaba decidido a cumplir al pie de la letra, pues estaba realmente cansado. Tan cansado que no se quitó ni las botas; simplemente se dejó caer en el catre. Ingrid se mecía suavemente, acunándole con cariño. Aquel viejo cascarón... Sven conocía bien cada rincón del barco. Llevaba cinco años trabajando en él y le gustaba tanto esa vida, transportando mercancías de un puerto a otro, de Alejandría a Algeciras, de Miami a Maracaibo, de Brest a Ciudad del Cabo o, como esta vez, de Tokio a Sydney con una carga de coches y piezas de repuesto, que no le importaría tirarse así 50 años más, aunque habría que ver lo que duraba Ingrid, pues ya habían pasado 25 años desde su construcción, allí, en Dinamarca. Aunque entonces no se llamaba Ingrid, sino Kattegat, nombre con el que pasaría algo más de la mitad de su existencia, con una compañía anterior que acabó quebrando, el robusto portacontenedores de 171 metros de eslora, 23 de manga y 24.000 toneladas de desplazamiento, que podía llegar a los 20 nudos si se lo proponía. “Sí,Ingrid es una buena chica”, pensó el ya medio dormido Sven.

-   ¡Despierta, Sven!
Alguien le está zarandeando. Sven abre los ojos y ve a Lars, dos metros de altura y unos hombros anchos como un catamarán, con el rostro desencajado. El barco está inclinado cerca de 45º.
-   ¿Qué demonios...? –inquiere Sven.
-   ¡Levanta, deprisa! ¡Es una de las tormentas más jodidas que he visto! ¡Hemos perdido parte de la carga, por eso estamos escorados! ¡El barco está sin control!
Sven se pone en pie de un salto y ambos salen corriendo al pasillo.
-   ¡Pónganse los chalecos salvavidas! ¡Abandonen el barco! –se oye gritar al Capitán.
Sven se pone el chaleco naranja mientras alcanza la cubierta. La tripulación se prepara para abandonar el barco en medio de una horrible tempestad y con Ingrid cada vez más escorada y sin gobierno, lo que hace mucho más difícil la operación. Con gran esfuerzo consiguen arriar tres balsas neumáticas de salvamento y se reparten entre ellas. Los marinos luchan con todas sus fuerzas por alejarse del Ingrid, que se mueve sin control, ya a punto de volcar. El oleaje crea problemas para mantener juntas las balsas. La de Sven pronto queda aislada. “Madre mía; de ésta no salgo”, piensa, rodeado de olas de ocho a diez metros. Una ola de unos doce metros impacta de lleno en el bote. Sven se ve sumergido en el agua. Bracea y bracea desesperadamente en un intento de alcanzar la superficie...

Otra vez la sensación de ser zarandeado. Sven abre los ojos. La luz del sol le ciega, pero distingue gente alrededor suyo. Seis... No, siete personas con camisetas naranjas le rodean. No hay ni rastro de la tormenta. Se encuentra tirado en la orilla de una playa paradisiaca. Los de las camisetas deben de ser españoles o hispanos, ya que hablan español (Sven ha reconocido algunas palabras: amigovamos  y conio, ese taco que los españoles usan constantemente. Sí: seguro que son españoles…). Sven se incorpora lentamente.
-   Yo náufrago –dice Sven en castellano señalando al mar y a sí mismo.
-   Superviviente – responde asintiendo uno de los españoles.
-   Sí. Superviviente – asiente Sven, que conoce también esa palabra.
Los españoles cogen a Sven de la mano (“venga”, dicen) y le obligan a correr con ellos. Sven protesta y los españoles le dan toda clase de explicaciones, que el danés no entiende. Llegan a unas palmeras y trepan para coger unos cocos, jaleando a Sven para que haga lo mismo. Luego, otra vez a correr con los cocos hasta la otra punta de la playa. Allí hay otro grupo de gente con camisetas azules y otro montón de cocos, un señor con barba y micrófono, un cámara y otros miembros de lo que parece un equipo de televisión. Sven intenta explicar que es un náufrago, que su barco, el Ingrid, se hundió y que no sabe dónde están sus compañeros, pero nadie parece entenderle. El de las barbas se ríe señalando su chaleco salvavidas naranja y le da una camiseta del mismo color, indicándole que se lo cambie. Sven no entiende nada, pero le hace caso. Seguidamente, el de la barba se pone a contar los cocos. Al parecer, los de naranja han traído más cocos que los de azul, lo que pone muy contentos a los nuevos compañeros de Sven, que ríen ante lo que da la impresión de ser un chiste del de las barbas, que debe de ser el que parte el bacalao aquí. Los de azul, en cambio, no parece que tengan muchas ganas de reír. El barbudo les da a los de naranja, a cambio de los cocos, una botella de ron y varias tabletas de chocolate, lo que provoca una explosión de júbilo naranja. Tal entrega de premios pone fin a la peculiar competición y cada equipo se va por su lado, y Sven, con los de naranja, que le han aceptado como un miembro más de su equipo, asignándole un sitio para dormir en el campamento y dándole su parte del ron, del chocolate y de la comida que tienen.
Con los días, Sven se va acostumbrando a su nueva vida, aunque no entiende muy bien de qué va todo esto. El acontecer diario transcurre pescando, recolectando bayas, frutos, raíces, cocos y plantas comestibles y manteniendo el campamento. De vez en cuando compiten con los azules –Sven sigue sin saber por qué- en las más diversas pruebas: bucear para sacar cofres del mar, carreras de diversa índole o aquello tan viejo de tirar cada equipo del extremo de una cuerda para derribar al otro. Sven se entiende con sus compañeros por señas y va aprendiendo alguna palabra en castellano como estrategia oLobatón, vocablos que sus compañeros repiten mucho pero cuyo significado aún ignora. También aprende, como suele ser habitual, multitud de expresiones extremadamente útiles, del estilo de jodercabrónhostias ohijodeputa.
Una noche fueron convocados al otro extremo de la isla, en una especie de lugar de reuniones estilo tribu-aborigen-cine-de-aventuras-Hollywood-años-cincuenta. A la luz de las antorchas, les entregaron unos pergaminos en blanco y útiles de escritura. Como Sven no sabía qué hacer con ellos, dibujó una cara sonriente. El de las barbas recogió los pergaminos y, tras verlos todos –y sorprenderse con el de Sven -, señaló a uno de sus compañeros y éste se fue. No le volvieron a ver. Pasaron los días, las pruebas y la rutina diaria y volvieron a convocarles. Otra vez los pergaminos, otro dibujo de una cara sonriente y otro compañero expulsado. El paso de las semanas y de las reuniones entre antorchas fue diezmando al grupo, que tuvo que ser juntado con el de las camisetas azules. Pero las expulsiones seguían. Sven, en sus numerosos ratos de ocio, se preguntaba adónde irían los compañeros expulsados. ¿Volverían a la civilización o serían abandonados a su suerte en medio del mar? La expresión de sus caras cuando les señalaba el barbudo y el tono de gravedad en que éste les nombraba hacía sospechar lo segundo. Y todo esto, ¿por qué? ¿Qué sentido tiene esta especie de competición? ¿Por qué lo graban? Y aún más: ¿qué pinta él en todo esto? ¿Por qué no le devuelven a su país? Él es un náufrago; el superviviente de una tragedia en alta mar. ¡Demonios, esto es kafkiano!
Una mañana, cuando ya sólo quedaban tres, volvieron a ser convocados, esta vez sin antorchas. En esta ocasión no les dieron pergaminos. El de la barba les habló durante un rato, como explicándoles algo muy importante, y luego señaló un punto en el cielo, a lo lejos. El punto se fue haciendo más grande a la par que se empezaba a oír el zumbido de las aspas de un helicóptero. “¿Saldremos al fin de aquí?”, se preguntaba Sven. El helicóptero aterrizó y fueron invitados a subir, despegando inmediatamente. Tras media hora de viaje llegaron a un aeropuerto en el que fueron embarcados en un avión de Iberia, la aerolínea de bandera española.
-   ¿Dónde vamos? –preguntó Sven, que ya conocía algunas expresiones básicas en castellano.
-   A España –le respondió la azafata, sorprendida.
Al salir del avión subieron a un Mercedes negro enorme que les estaba esperando. Sven seguía sin comprender nada, pero sentía que su aventura estaba llegando a su culminación y que pronto obtendría las claves que le permitirían dar sentido a tan extraña odisea. El Mercedes llegó a lo que parecían unos estudios de televisión (en la fachada se podía ver el mismo logotipo que en las cámaras de la isla). Había mogollón de gente allí. Cuando Sven bajó del coche, la concurrencia le obsequió con una cerrada ovación. El marinero no salía de su asombro. Mucha gente joven llevaba camisetas con su foto. También había pancartas con caras sonrientes similares a las que él dibujaba en la isla. Y todos le aplaudían, le jaleaban... Muchos incluso intentaban tocarle. Unos guardias de seguridad se encargaron de mantener a raya a la gente e introdujeron a Sven dentro de los estudios, donde también fue aplaudido y un señor con bigote le soltó una perorata de la que lo único que Sven entendió fue la palabra campeón. Al terminar su discurso, el del bigote entregó a Sven un maletín y unas llaves. El maletín contenía 20 millones de pesetas y las llaves resultaron ser las de un todo-terreno. Qué pasote.
-  ¡Conio! –fue lo único que acertó a decir el atónito Sven, lo que provocó carcajadas entre el público. El del bigote, sonriente, le dio unas palmaditas en la espalda.
De vuelta a su país, al volante de su nuevo coche, Sven no podía dejar de pensar: “Joder, ¿cómo narices cuento yo esto en mi pueblo?”.



Texto: Roberto Blanco Tomás.
Publicado en PEQUOD, nº5

¡La Virgen!

Esta historia comienza un sábado; una soleada mañana de marzo en Madrid, de ésas en las que, aunque aún hace fresco, ya se nota que va quedando atrás el invierno y da bastante gustito, la verdad. Pero como el tema de este número no es el clima, proseguiré con la historia que estoy a punto de empezar.
Venancio Parra, un señor de unos cuarenta y pico años, soltero, poco pelo moreno con canas, bigote mejor poblado pero igual de canoso, manco de la mano izquierda por culpa de un accidente laboral que no me voy a parar a contar porque ni esto es un programa de marujeo de ésos en los que se masturban con la desgracia ajena ni yo soy Ana Rosa Quintana (y, por lo tanto, esta historia no la he copiado de nadie; es mía). Venancio, decía, vuelve a su casa con una barra de pan, cuatro porras para el desayuno, el Marca y el Interviú. A Venancio le gusta comprar el Interviú los sábados para leerlo durante el fin de semana. Compra dicha revista porque “trae unos reportajes de periodismo de investigación muy interesantes”. Eso es lo que le dice al quiosquero, y éste sonríe con complicidad, lo que suele hacer ruborizar a Venancio, porque Venancio es un buen cristiano. Y, como buen cristiano, es un pajillero de agárrate y no te menees. Pero, como buen cristiano, esconde sus vicios con excusas convincentes (y ésta no lo es mucho, la verdad. Hay que pensar más, Venancio…). Porque Venancio compra el Interviú por las tías en bolas, como todo el mundo. A ver si no…
Venancio dejó sus compras en la encimera de la cocina y se sirvió café en una taza, mezclándolo con leche al 50 %. Llevó la taza al comedor y, en un segundo viaje, llevó también las porras y la prensa. Mientras se desayunaba, empezó a hojear el Interviú para ver el “material” de esta semana, pero uno de los reportajes antes mencionados atrajo poderosamente su atención haciéndole olvidar las razones (rubias, morenas, pelirrojas…) que le hacían comprar la revista. Las dos primeras páginas de las seis de que constaba el reportaje estaban ocupadas por dos fotos grandes, un titular, un subtítulo y algo de texto. Las dos fotos mostraban al mismo hombre, en la primera con un rótulo que decía “antes” y en la segunda con otro rótulo que decía “después”. En la primera, el brazo derecho del hombre acababa en un muñón… pero amigo, en la segunda tenía las dos manos, sin ningún tipo de marca en el brazo. El autor del artículo titulaba: “Milagro en el Maestrazgo”, y subtitulaba: “Los miembros crecen de nuevo en un pueblecito del Norte de Castellón”.
Si dijera que Venancio leyó el artículo entero con sumo interés me quedaría corto. Como, dado el espacio de que dispongo, no es cuestión de transcribir el artículo entero, lo resumiré: el hombre de la foto, manco desde un accidente de tráfico que tuvo en su juventud y natural de Masía de la Serra, pueblecito del Norte de Castellón situado en las mismas faldas de uno de los picos del Sistema Ibérico, estaba paseando por el monte, cerca del pueblo, cuando descubrió una cueva. Sintiendo una natural curiosidad, penetró en ella y quedó anonadado con lo que vio. En la relativa oscuridad destacaba una mancha de color verde fosforescente en la pared de piedra, en cuya forma este señor reconoció a la Virgen. Inmediatamente se arrodilló y comenzó a rezar. Cuando volvió al pueblo se lo contó a sus amigos y decidieron volver al día siguiente. Esa noche, Manuel (ese era el nombre del señor de la foto) sintió molestias en el muñón, como si le saliese algo, pero pensó que era debido a que iba a cambiar el tiempo. Al día siguiente descubrió atónito que la mano perdida en la carretera le había vuelto a crecer. El resto es fácil de imaginar: se corrió la voz y vino gente de todas partes, repitiéndose los milagros: manos, piernas, orejas e incluso testículos crecían como por arte de magia. La Iglesia, encantada con un milagro que por fin era incontestablemente cierto, había añadido el lugar a su “guía Campsa” de lugares santos y se disponía a edificar un templo al lado para ver si la situación se traducía en nuevos adeptos.
Venancio decidió ir a Masía de la Serra. Pidió unos días en el trabajo y cogió un tren para Castellón y después un autobús hasta el pueblecito del Maestrazgo, autobús en el que pudo contar dos mancos, tres cojos y un tuerto. No era aún de noche cuando llegó, por lo que, impaciente, se dirigió a la cueva. No le fue difícil encontrar el camino porque ya lo habían señalizado y también otras personas (entre ellas muchos de los viajeros del autobús) se dirigían al mismo sitio. La entrada de la cueva estaba llena de gente, cada una con lo suyo: cojos, mancos, tuertos, personas sin nariz o sin alguna de las dos orejas… También había otras personas (hombres, por cierto) sin minusvalía aparente, que despertaban la suspicacia de los demás acerca de qué miembro les faltaría. Cuando Venancio pudo acceder al lugar, lo encontró tal y como lo había visto en las fotos del Interviú: relativamente oscuro y con la mancha verde fosforescente en la pared con la forma de la virgen. Venancio se arrodilló y comenzó a rezar. No pudo dedicarle tanto tiempo como pretendía, pues la abundante concurrencia apremiaba a los que estaban dentro. Levantose y abandonó la cueva.
Le fue difícil encontrar donde pasar la noche, ya que el pueblo estaba abarrotado de peregrinos. Al final durmió en una casa particular gracias a que los vecinos, para ayudar en el esfuerzo de alojamiento, habían ofrecido todos menos uno (en todos los pueblos hay siempre un ateo) sus propias viviendas. Por la noche, en la cama, Venancio sintió un hormigueo en el muñón, pero no se atrevió a mirar, lo mismo que de niño nunca se había atrevido a mirar en la noche de Reyes, cuando oía a sus majestades, ante el temor de quedarse sin regalo.
Cuando despertó ya le había crecido la mano. Aunque lo esperaba, no por ello dejó de asombrarse. Allí estaba: una mano igualita a la que había perdido años antes. Ese día lo hizo todo con la mano nueva, para estrenarla y para probarla: cogió el tazón del desayuno con ella, abrió las puertas con ella, pagó todo con ella, llevó su maleta con ella, llamó a un taxi al salir de la estación con ella, y, nada más llegar a su casa, trincó el Interviú y… Bueno, ya me entienden…
Al volver al trabajo fue calurosamente felicitado por todos sus compañeros. Su jefe le invitó a un habano y sus amigos dieron una cena en su honor. Venancio era el hombre más feliz del mundo.
Una noche sintió un hormigueo en el cuello, pero no le dio importancia y se fue a dormir. Al despertarse, a la mañana siguiente, notó una sensación extrañísima en el mismo sitio. Fue a mirarse en el espejo del cuarto de baño y lo que vio le heló la sangre en las venas. ¡Le había crecido una mano en el cuello! Al principio sintió pánico pero, como hombre de hígados que era, se dominó, se tapó el nuevo apéndice con una capucha y corrió al servicio de urgencias del Hospital Clínico. En un primer momento había pensado que era un castigo divino por haber usado la mano para determinados fines con ayuda del Interviú, pero desechó tal idea cuando un médico especialista (“¿Especialista en qué? –pensó Venancio- ¿En manos que crecen en el cogote?”) le comentó que les estaba ocurriendo lo mismo a los demás beneficiarios del milagro: a la mayoría de ellos les estaban creciendo miembros en distintas partes del cuerpo. Era como una especie de “efectos secundarios” del milagro. El primero había sido, de nuevo, Manuel, el de Masía de la Serra, al que le había crecido un pie en el ano. Al principio creyó que era una hemorroide, pero pronto descubrió que en realidad era un pinrel, concretamente un pie derecho, talla 42-43.
El asunto pronto encontró eco en los medios y fue recibido como un mazazo por la opinión pública. La Iglesia intentó dar explicaciones, pero esta vez lo tenían realmente difícil: “Nuestra Señora, en su infinita bondad, no sólo otorga a sus devotos lo que éstos necesitan, sino que les da de más, para que tengan repuestos de sobra. Aleluya, hermanos”. Pero este intento de defender el milagro a capa y espada no fue bien acogido. “No, si ahora va a resultar que la Virgen es algo así como el Servicio de Intendencia del Ejército de los Estados Unidos, no te fastidia”, protestaba un conocido columnista en uno de sus artículos.
El caso es que los médicos se pasaron varios meses amputando miembros sobrantes a Venancio, a Manuel y a los otros; pero cada vez les salían más. En concreto, a Venancio, además de la mano en el cuello, le salieron un pie a la altura del omóplato, otra mano en el muslo derecho y una oreja en la tripa. Con el paso de estos meses que decía más arriba hizo su aparición el cáncer: 1340 afectados entre los visitantes de la cueva, entre ellos Venancio y Miguel.
Una mañana estaba Venancio en su cama del hospital, leyendo el periódico que le había traído su amigo Bartolo, cuando encontró, en la sección Sociedad, una noticia que le interesaba.
-  Mira –le dijo a su amigo-. Aquí pone que un equipo de expertos ha visitado la cueva y, tras estudiarla, la han cerrado. También han cerrado una central nuclear que había cerca.
-   Qué curioso –opinó Bartolo.
-  ¡Por fin lo veo todo claro! Fíjate, Bartolo; a Nuestra Señora no le gusta la energía nuclear y ha hecho todo esto para que cerraran la central –exclamó Venancio, alegre-. ¡Es todo obra suya! ¡Y yo he sido su instrumento!
Y se quedó tan pancho, el tío…

Texto: Roberto Blanco Tomás.
Publicado en PEQUOD, nº4

La ficha verde

Todas las personas con las que he hablado coinciden al describir a Manolín: un niño aplicado en los estudios, un tanto introvertido, tímido pero educado; se lleva bien con sus compañeros de clase, pero no intima con ninguno. Era un niño un poco “casero”: cuando algún amiguito venía a buscarle para jugar al fútbol en la calle él hacía decir a sus familiares por el portero automático que no estaba, o que estaba durmiendo la siesta, o que estaba enfermo...
Manolín tenía una gran pasión. Todos tenemos alguna gran pasión, y la de Manolín era el parchís. Nadie sabe muy bien cómo ha llegado a apasionarle tanto a un niño de doce años un juego en apariencia tan simple. Empezó muy pequeño jugando con su abuela. Todos hemos jugado al parchís con nuestra abuela y lo que en otros niños no ha tenido mayores consecuencias, en Manolín se ha convertido en una afición que ocupa la práctica totalidad de sus ratos de ocio.
En un principio jugaba con personas pertenecientes a su círculo familiar: sus padres (su madre más; su padre ocasionalmente), su abuela, su tía Luisa… Intentó convencer a sus compañeros de colegio para que jugasen con él, pero todos le rechazaban diciendo: “¿al parchís? ¡Eso es un juego de viejas!”. Por eso dejó de frecuentar a sus compañeros y ya no iba casi nunca con ellos. El sufrir tan joven la incomprensión de los demás hizo que su afición se fortaleciera, practicando cada vez más. Llegó un día en el que se dio cuenta de que no había adversario que pudiera compararse con él delante de un tablero y con el cubilete en la mano. Entonces fue cuando empezó a jugar solo, midiéndose consigo mismo en partidas colosales, con amplio derroche de estrategia hasta llegar a la última casilla.
Por Reyes, en sus cumpleaños y en todas las ocasiones en las que le hacían regalos pedía siempre tableros de parchís y demás objetos relacionados con su juego favorito: fichas sueltas, dados de colores… Una vez, su tío Matías quiso darle una sorpresa y le compró una consola Nintendo. Manolín cogió tal berrinche que su tío tuvo que ir a cambiarla por un parchís electrónico de ésos que le das a un botón para tirar el dado.
Todo un mundo nuevo se abrió para Manolín cuando se dio cuenta del parecido de las baldosas del suelo con las casillas del tablero de parchís. Ahora sus partidas no conocerían límites. Desde ese día, Manolín iba siempre con un cubilete en la mano y él mismo hacía de ficha. Jugaba por toda su casa y, cuando su madre le mandaba algún recado, iba hasta la tienda tirando los dados y moviéndose por las baldosas de la acera.
-  ¡El niño tonto éste! ¡Ya me está cansando con el parchís de las narices! –exclamaba su madre cuando le veía pasar por el pasillo contando cinco.
-   Déjale, Marijose, son cosas de críos –le tranquilizaba su marido.
Mientras tanto, Manolín entraba en el refugio del cuarto de baño. Se miró en el espejo. Faltaba algo. Fue a su cuarto, trajo una caja de ceras de las gordas y se pintó toda la cara de verde. Otros niños juegan a ser Supermán, las Tortugas Ninja o Mijatovic. Él era la ficha verde.
Ni que decir tiene que el alter ego de Manolín y su consiguiente maquillaje no le hicieron ninguna gracia a su madre, pero su padre le dijo que él jugaba de pequeño a indios y vaqueros y también se pintaba la cara. Su madre, no muy convencida, concedió, siempre y cuando se lavase la cara para cenar.
Manolín (o, mejor dicho, “La Ficha Verde”) jugó partidas interminables aquel invierno. Mientras en la calle nevaba (fue un invierno muy frío. Según la tele se alcanzaron las temperaturas más bajas en treinta años), Manolín, calentito en casa, contaba tres por el pasillo, volvía a tirar cuando le salía un seis, y siempre, siempre, llegaba a la meta.
Un sábado de primavera Manolín estaba solo en su casa con su madre. Los abuelos habían aprovechado unos ahorrillos para irse con Halcón Viajes a Cancún (que ya estaba bien, según su abuelo, tantos años trabajando y sin ver nada de mundo). Su padre había ido con su hermanita pequeña al centro para comprarle unas zapatillas de ballet (el último capricho de la niña, que había visto una película, o un programa, o vete a saber qué, por la tele y se pasaba el día de puntillas y haciendo cosas raras con los brazos). Manolín estaba jugando en el pasillo. Tiró los dados y sacó un seis. Recorrió seis baldosas, entrando en la cocina. Su madre estaba preparando la comida. “¿Ya vienes a enredar?”, dijo ella. Manolín no contestó. Había sacado un seis y le correspondía volver a tirar, cosa que hizo. Cinco. Contó cinco baldosas y cayó justo en la que estaba su madre. Ella le miró. Los ojos de Manolín brillaron mientras sus labios enmarcaban una sonrisa blanquísima, en contraste con el verde de su cara. Ella sintió un escalofrío. Manolín se abalanzó sobre ella con la boca abierta, mordiendo, masticando y tragando con la fruición de una piraña. Le llevó medio minuto escaso acabar con su presa. En ese momento entraban el padre y la hermana de Manolín por la puerta. Cuando el padre llegó a la cocina, alarmado por “unos extraños gruñidos”, descubrió los escasos restos del festín: un charquito de sangre, algunos cabellos y el dedo anular de ella con su alianza. Mientras tanto, Manolín contaba veinte hacia el salón.
Aunque ya hace tres meses de todo esto, poco se ha avanzado en el caso. Manolín sigue siendo objeto de estudio por los más prestigiosos psiquiatras de todo el país. Días después del suceso, el inspector de policía a cargo del caso declaraba a los medios de comunicación, momentos antes de ser cesado fulminantemente: “menos mal que al chaval no le dio por las damas: se podría haber comido a madre, padre y hermana en una sola jugada”. Lo cierto es que no se sabe qué se va a hacer con Manolín. Lo que sí es probable, ante el clamor popular, es que el parchís sea controlado estrictamente, por una autoridad elegida ad hoc, como “juego que incita a la violencia”.

Texto: Roberto Blanco Tomás.
Publicado en PEQUOD, nº3

El monstruo


- ¡¡Abuelo!! ¡¡Abuelo!! –llamaron a coro los dos- ¡¡Abuelooo!!
El rostro bonachón del abuelo asomó por la puerta de la habitación.
- ¿Qué os pasa, rapaces? ¿No podéis dormir?
- Queremos que nos cuentes un cuento –dijo Luisita.
- Pero un cuento, no batallitas de la guerra. Que ya nos has contado siete veces lo de cuando frenasteis a los fascistas en la Casa de Campo –dijo Andresete.
- ¡Demonio de niños! –exclamó divertido el abuelo- ¿Y qué queréis que os cuente, si puede saberse?
- ¡Cuéntanos uno de miedo! –pidió Luisita.
- ¡Eso! ¡De monstruos! –exclamó Andresete, encantado con la idea- ¡Anda, abuelo!
- De monstruos… Vale, de acuerdo. Conozco uno que viene al pelo.
- ¿Es de Drácula? –preguntó Luisita.
- No, qué va –contestó el abuelo-. Mi monstruo es más malvado.
- ¿De Freddy Krueger? –preguntó Andresete.
- No sé quién es ese, pero seguro que el monstruo de mi cuento es mucho más malo que él –dijo el abuelo-. Y ahora callad, que empiezo…

“Nadie sabe cuándo comenzó a ser. Hay quien dice que siempre estuvo ahí, pero eso no tiene demasiada importancia. El caso es que a simple vista no parece peligroso: un anciano con cabello y barba blancos. Pero no os engañéis: es sumamente poderoso. Puede tomar distintas formas (tres, como poco); está en todas partes y en ninguna a la vez; todo lo ve; todo lo oye… Resumiendo, y para no tirarnos todo el día: puede hacer cualquier cosa.
Este ser es soberbio y arrogante. Se hace llamar “Señor” por sus seguidores y cuando alguien se refiere a Él la primera letra del pronombre va en mayúscula. No conoce la compasión. Su ira es famosa, y sus castigos, infinitos: puede hacerte arder eternamente en el infierno si haces algo que no le guste. A veces también secuestra a sus víctimas y las retiene en un lugar llamado “purgatorio”, donde las tortura mientras exige oraciones como rescate. Odia todo lo bello de la vida (lo considera “pecado”). En fin, un ser despreciable.
Una de sus primeras y más famosas fechorías fue fruto del aburrimiento: “Con el poder que tengo, y aquí estoy, rascándome la barriga”, pensó un día. Decidió crear a un hombre, sin ningún fin concreto, sólo para experimentar con él como los niños experimentan con los bichitos que capturan. Un claro ejemplo de sadismo.
Dicho y hecho: cogió algo de barro como materia prima y se hizo un hombre sin gran dificultad. Pasó muy buenos ratos jugando con su nuevo juguete, pero, pasado un tiempo, el hombre le dijo que se encontraba muy solo. Una bombilla se encendió en el interior del monstruo: “Le crearé una compañera a este memo y así podré divertirme más”. Le arrancó al hombre una costilla, así a lo bruto, sin anestesia, y… ¡voilá! ¡Una moza!
La mayor preocupación del monstruo era que la parejita se mantuviera en la idiocia, que no se culturizaran, que no tomasen conciencia de su condición de esclavos. “No comáis del árbol de la ciencia, hijos míos” (como era todopoderoso, también sabía hacer metáforas). “Si éstos aprenden a hacer raíces cuadradas, me fastidian el invento”, pensaba.
Pero un buen día descubrió a la moza leyendo un libro. El monstruo montó en cólera. Decidió imponerles un castigo ejemplar y eterno (en su línea, vamos): les echó para siempre de su casa, convirtiéndoles en vagabundos. No había perdón posible; deberían vagar para siempre ellos y sus descendientes, dedicándose a recoger cartones o a lo que fuera…”

- ¡Qué monstruo tan malo! –exclamó Luisita.
- Malísimo –corroboró su abuelo-. Pero no me interrumpas, que pierdo el hilo. ¿Por dónde iba? Ah, sí…

“… Después de este acto execrable vendrían muchos otros. Enviaría diluvios y plagas; estaría siempre dispuesto a castigar y nunca a perdonar cualquier acto que no fuese de su agrado. Su soberbia, su egocentrismo y su maldad no conocerían límites. Pronto empezaría a tener seguidores: gente codiciosa, personas dispuestas a propagar su reino del mal por toda la tierra, un reino de falsedad e hipocresía. Al principio se les persiguió, pero pronto se hicieron con el poder y no lo soltaron. En los siglos posteriores se mataría en su nombre a todo el que no siguiera sus dictados, se torturaría y se quemaría a quien intentase vislumbrar la ciencia y el conocimiento (totalmente prohibidos por considerarse peligrosos), se perseguiría a los que intentasen llevar la libertad a los oprimidos… Estos seguidores del monstruo apoyarían a todos los tiranos y bendecirían todos los crímenes contra la humanidad. Ahora puede parecer que están de capa caída, y piden que se les respete, pero en realidad están ocupados afilándose las uñas y los colmillos hasta la próxima…”.

- Pero abuelo –le interrumpió Luisita-, todo el mundo sabe que los monstruos no existen; y ése que tú dices, tampoco.
- Pues menos mal… –contestó el abuelo con un estremecimiento, mientras abrazaba a su nieta.


Texto: Roberto Blanco Tomás.
Publicado en PEQUOD, nº2

Hollywood apesta

 Acude a mi memoria una anécdota relacionada con el paso por España del famoso actor norteamericano Leonardo Di Caprio que considero interesante y digna de contarse, ya que, en su día, fue silenciada tanto por la prensa generalista como por la especializada, ante el temor de la productora por el posible efecto negativo que pudiera tener en la imagen del joven astro, y, por consiguiente, en la recaudación en taquilla de su última película.
La historia comienza en el madrileño barrio de Aluche, donde vivía (y sigue viviendo, según creo) la heroína de nuestra historia: una joven llamada Mª Isabel Prieto. Maribel (como es conocida entre sus amigas) estaba perdidamente enamorada de Leo Di Caprio. Este sentimiento llegaba hasta el punto de estar totalmente convencida de que el fin de su existencia en la Tierra (aun viviendo en Aluche) era casarse con el famoso actor. Tumbada en su cama, rodeada de cientos de fotos de su amado que cubrían por completo las paredes y el techo de su habitación, fantaseaba sobre el momento en que, como por casualidad, se conocerían; momento en el que él quedaría como hechizado por ella y no tendría más remedio que llevarla al altar.
El caso es que un buen día Maribel estaba hojeando una de esas revistas para jovencitas en las que lo mismo te explican qué tonos de pintalabios van mejor con tus ojos como te aconsejan cómo hacerle una felación en condiciones a tu novio para que, al terminar, éste aplauda y exclame “¡otra, otra…!”, revistas a las que era muy aficionada. Bien, pues estaba hojeándola cuando descubrió en una página la foto de su amado, lo que inmediatamente atrajo su atención al artículo al que acompañaba. Pues resulta que ante el inminente estreno de su última película (una historia de amor enmarcada en el accidente del dirigible “Hindenburg”) en España, Leo, a instancias de la productora, iba a darse un garbeo por la “piel de toro” para animar el cotarro y propiciar que fueran más niñas al cine (a ver su película, claro). Se esperaba que llegase a Madrid la siguiente semana y, por si alguna lectora quería probar suerte y arrancarle un autógrafo… o lo que fuera, el artículo incluía el nombre del hotel en el que se iba a alojar (uno de los más lujosos del centro de la capital, cuyo nombre omito dado que su director me rogó encarecidamente que no lo citase en mi relato, por cuestiones de imagen).
Ni que decir tiene que cuando Maribel leyó esto dedujo que, evidentemente, era obra del destino, que traía cerca a su amado para que la conociera, se enamorara de ella y la tomara en matrimonio, una cosa detrás de la otra, como en una carambola de billar; y que, también evidentemente, esto guardaba mucha relación con que ella era una Sagitario convencida. Así pues, no perdió más tiempo en deducciones y se puso a preparar el plan para conocer a su amado (o más bien para que éste la conociera a ella, que ella a él ya le conocía de sobra), plan que se llevó a la práctica como voy a contar en los párrafos siguientes.
El día señalado por la revista como de llegada de Leo a Madrid, Maribel se apostó en los alrededores del hotel. Lo primero que hizo fue reconocer el terreno. La calle estaba abarrotada de fans de Leonardo, lo que iba a dificultar un poco las cosas, ya que los de seguridad estarían atentos. Maribel se camufló en un portal y se puso la gorra y la chaqueta de su uniforme de trabajo (en su tiempo libre, para sacarse unos durillos, trabajaba en el servicio de pizzas a domicilio “Las amazonas de la pizza”, llamado así porque en la plantilla eran todas chicas) y sacó una funda de esas que se usan para que no se enfríen las pizzas, con una caja vacía dentro. De esta guisa se dirigió a la puerta de servicio del hotel y dijo al vigilante que habían pedido una “Pizza 4 Stagioni” en la 324. Un truco tan pueril no podía funcionar, pero la suerte (o el destino) vino en ayuda de Maribel en forma de vigilante incompetente que, sorprendentemente, no solo no puso ninguna pega, sino que además intentó parecer agradable con un comentario sobre lo mal que está el tráfico en Madrid y lo duro que tiene que ser para una chica estar todo el día Vespino va y Vespino viene entre tanto cafre (vaya, otro machista).
Usando el ascensor, llegó al piso en el que estaba la habitación del actor. Gracias a la revista conocía la distribución interna del hotel. El pasillo estaba dispuesto en forma de cuadrado. Dobló una esquina y se encontró frente a la puerta de la habitación de marras. En ese momento oyó el timbre del otro ascensor, que también se había parado en ese piso. Se asomó a la esquina del pasillo lo justo para ver salir del ascensor a un empleado del hotel y a otro tipo fornido. A este último lo reconoció como al guardaespaldas de Leo (tantas horas viendo fotos en las revistas tenían que servir para algo). Ambos se dirigían hacia allí. ¿Y ahora qué? Unos cuantos pasos más y doblarían por esa misma esquina, descubriéndola… Todo se iría al garete, ahora que el éxito estaba tan cerca que casi podía tocarlo… Qué narices, era el momento de jugárselo todo a una carta, y de perdidos al río… Sin pensárselo dos veces, abrió la puerta de la habitación de Leo y se metió dentro, con el afán de lanzarse en sus brazos de galán-de-cine-que-al-final-siempre-termina-salvando-a-la-chica. Para su decepción, la habitación estaba vacía, pero dicha decepción no fue total, porque encima de la cama había una maleta a medio deshacer, con prendas de ropa conocidas por Maribel de las múltiples fotos del actor que había visto. También reparó la chica en que se veía luz por debajo de la puerta del cuarto de baño y se oía la música de un radiocassette a bastante volumen procedente del interior de dicho cuarto. “Claro –pensó-; se está duchando o afeitando para relajarse un poco después del viaje, pobrecillo”.
 No tardó Maribel en bajar de las nubes y volver a la realidad. Una presión en la puerta y el picaporte se empieza a mover. Pánico. “¡Ya están aquí!”. Maribel salta hacia el cuarto de baño, en un nuevo órdago, e irrumpe en él como una exhalación. Y aquí sí que se encuentra con una auténtica sorpresa.
Leonardo Di Caprio está sentado en la taza del váter, con los pantalones y los gayumbos por los tobillos. Su expresión está totalmente contraída, como haciendo toda la fuerza de que es capaz. Los dientes rechinan al verse apretados con tanta fuerza. La cara, roja como un tomate de pura congestión, resalta aun más dadas las no pequeñas dimensiones de la cabeza del joven, haciendo el efecto de una boya de señalización. La función del radiocassette a todo volumen parece ser la de amortiguar los atronadores gruñidos del actor, que se ven acompasados por el chapoteo del producto interior bruto cayendo al agua. Por todo el cuarto de baño se percibe un nauseabundo y penetrante hedor a un compuesto de mierda y cocido madrileño (según fuentes próximas a la cocina del hotel, ésa fue la primera comida del astro tras su llegada a España), con mayor proporción de lo primero que de lo segundo, cuyo efecto se ve multiplicado por la elevada temperatura ambiental de la estancia. El calor, el olor, la grotesca visión y el bocata de chorizo que se había zampado Maribel un par de horas antes reaccionan, provocando una especie de explosión nuclear en su estómago, dando lugar a una arcada que pronto se ve transformada en vómito y sale con violencia por su boca. El pobre Leonardo, paralizado por la sorpresa de la repentina entrada de Maribel, se sorprende aun más cuando el chorro de vómito se le estrella en la cara, salpicando el resto de su anatomía. En ese mismo momento entran el empleado del hotel y el guardaespaldas, justo a tiempo de contemplar el colofón de esta dantesca escena.
Todo lo que vino después ocurrió muy rápido: el guardaespaldas cogió brutalmente a Maribel por el brazo y la puso de patitas en la calle, mientras mascullaba algo que sonaba así como “faquin nosequé” y “faquin nosecuántos”. Mientras, el empleado del hotel se quedó limpiando a Leo, porque en el servicio de esos hoteles tan caros también entra el limpiar de vómito a los clientes mientras éstos defecan, faltaría más. Pero a todo esto no le prestó Maribel mucha atención, ya que su mente se había quedado como bloqueada; no porque le diese asco ver a un tío cagando, eso lo hace toda la gente, y ahí precisamente estaba el problema: para ella, Leo no era como los demás; estaba por encima; era un ser supremo, tan bello y perfecto que no podía concebirse que cagara o meara, porque para cagar y mear ya había millones y millones de chicos. El descubrimiento de que Leo cagaba y meaba le desmitificó totalmente en la mente de Maribel hasta el punto de que nada más llegar a su casa quitó todas sus fotos de la pared (además, ahora que lo pensaba, ella no dejaba tanto tufo en el baño cuando hacía de vientre).
Lo que ocurrió después ya no lo sé. Puede ser que Maribel empapelase de nuevo su cuarto con el careto de cualquier otro ídolo, que se hiciera hincha del Rayo o que pasase directamente a la lucha armada, pero eso ya carece de importancia. Y colorado, colorín… esta historia llegó a su FIN.

ROBERTO BLANCO TOMÁS

P.D.: En el mundillo periodístico se comentó durante algún tiempo que un reportero de una revista bastante sensacionalista estuvo sonsacando al empleado que fue testigo de los acontecimientos y al resto del personal del hotel y que con ese material preparó un artículo al que pensaba poner un titular bastante impactante, del estilo de “Hollywood apesta”, o algo así, pero se ve que la productora, viendo que ésa no era la imagen que más convenía para promocionar su película, “untó” bien al susodicho reportero, ya que el artículo nunca vio la luz. ¿Que cómo conozco yo la historia con pelos y señales? Lo siento, pero un profesional nunca revela sus fuentes…

Texto: Roberto Blanco Tomás.
Publicado en PEQUOD, nº1