“Pues si no fuera porque lo dicen los del servicio meteorológico, cualquiera diría que aquí va a haber una tormenta”, pensó Sven. Sven Olsen, marinero del portacontenedores Ingrid, danés con bandera de Bahamas, por el tema de los impuestos, había terminado su turno de trabajo y se dirigía al catre dispuesto a dormir unas horas antes del siguiente turno. Era un precioso anochecer en el Pacífico, con un ligero vientecillo que hacía desplazarse ligeramente a las nubes, pero que no hacía presagiar el mal tiempo anunciado por el servicio meteorológico. “Y menuda tormenta: vientos de hasta 80 kilómetros por hora y olas de seis metros; ahí es nada”. Esto se lo había contado el Primer Oficial: “descansa lo que puedas, Sven, que de aquí a unas horas va a estar movida la cosa”. Una orden que Sven estaba decidido a cumplir al pie de la letra, pues estaba realmente cansado. Tan cansado que no se quitó ni las botas; simplemente se dejó caer en el catre. Ingrid se mecía suavemente, acunándole con cariño. Aquel viejo cascarón... Sven conocía bien cada rincón del barco. Llevaba cinco años trabajando en él y le gustaba tanto esa vida, transportando mercancías de un puerto a otro, de Alejandría a Algeciras, de Miami a Maracaibo, de Brest a Ciudad del Cabo o, como esta vez, de Tokio a Sydney con una carga de coches y piezas de repuesto, que no le importaría tirarse así 50 años más, aunque habría que ver lo que duraba Ingrid, pues ya habían pasado 25 años desde su construcción, allí, en Dinamarca. Aunque entonces no se llamaba Ingrid, sino Kattegat, nombre con el que pasaría algo más de la mitad de su existencia, con una compañía anterior que acabó quebrando, el robusto portacontenedores de 171 metros de eslora, 23 de manga y 24.000 toneladas de desplazamiento, que podía llegar a los 20 nudos si se lo proponía. “Sí,Ingrid es una buena chica”, pensó el ya medio dormido Sven.
- ¡Despierta, Sven!
Alguien le está zarandeando. Sven abre los ojos y ve a Lars, dos metros de altura y unos hombros anchos como un catamarán, con el rostro desencajado. El barco está inclinado cerca de 45º.
- ¿Qué demonios...? –inquiere Sven.
- ¡Levanta, deprisa! ¡Es una de las tormentas más jodidas que he visto! ¡Hemos perdido parte de la carga, por eso estamos escorados! ¡El barco está sin control!
Sven se pone en pie de un salto y ambos salen corriendo al pasillo.
- ¡Pónganse los chalecos salvavidas! ¡Abandonen el barco! –se oye gritar al Capitán.
Sven se pone el chaleco naranja mientras alcanza la cubierta. La tripulación se prepara para abandonar el barco en medio de una horrible tempestad y con Ingrid cada vez más escorada y sin gobierno, lo que hace mucho más difícil la operación. Con gran esfuerzo consiguen arriar tres balsas neumáticas de salvamento y se reparten entre ellas. Los marinos luchan con todas sus fuerzas por alejarse del Ingrid, que se mueve sin control, ya a punto de volcar. El oleaje crea problemas para mantener juntas las balsas. La de Sven pronto queda aislada. “Madre mía; de ésta no salgo”, piensa, rodeado de olas de ocho a diez metros. Una ola de unos doce metros impacta de lleno en el bote. Sven se ve sumergido en el agua. Bracea y bracea desesperadamente en un intento de alcanzar la superficie...
Otra vez la sensación de ser zarandeado. Sven abre los ojos. La luz del sol le ciega, pero distingue gente alrededor suyo. Seis... No, siete personas con camisetas naranjas le rodean. No hay ni rastro de la tormenta. Se encuentra tirado en la orilla de una playa paradisiaca. Los de las camisetas deben de ser españoles o hispanos, ya que hablan español (Sven ha reconocido algunas palabras: amigo, vamos y conio, ese taco que los españoles usan constantemente. Sí: seguro que son españoles…). Sven se incorpora lentamente.
- Yo náufrago –dice Sven en castellano señalando al mar y a sí mismo.
- Superviviente – responde asintiendo uno de los españoles.
- Sí. Superviviente – asiente Sven, que conoce también esa palabra.
Los españoles cogen a Sven de la mano (“venga”, dicen) y le obligan a correr con ellos. Sven protesta y los españoles le dan toda clase de explicaciones, que el danés no entiende. Llegan a unas palmeras y trepan para coger unos cocos, jaleando a Sven para que haga lo mismo. Luego, otra vez a correr con los cocos hasta la otra punta de la playa. Allí hay otro grupo de gente con camisetas azules y otro montón de cocos, un señor con barba y micrófono, un cámara y otros miembros de lo que parece un equipo de televisión. Sven intenta explicar que es un náufrago, que su barco, el Ingrid, se hundió y que no sabe dónde están sus compañeros, pero nadie parece entenderle. El de las barbas se ríe señalando su chaleco salvavidas naranja y le da una camiseta del mismo color, indicándole que se lo cambie. Sven no entiende nada, pero le hace caso. Seguidamente, el de la barba se pone a contar los cocos. Al parecer, los de naranja han traído más cocos que los de azul, lo que pone muy contentos a los nuevos compañeros de Sven, que ríen ante lo que da la impresión de ser un chiste del de las barbas, que debe de ser el que parte el bacalao aquí. Los de azul, en cambio, no parece que tengan muchas ganas de reír. El barbudo les da a los de naranja, a cambio de los cocos, una botella de ron y varias tabletas de chocolate, lo que provoca una explosión de júbilo naranja. Tal entrega de premios pone fin a la peculiar competición y cada equipo se va por su lado, y Sven, con los de naranja, que le han aceptado como un miembro más de su equipo, asignándole un sitio para dormir en el campamento y dándole su parte del ron, del chocolate y de la comida que tienen.
Con los días, Sven se va acostumbrando a su nueva vida, aunque no entiende muy bien de qué va todo esto. El acontecer diario transcurre pescando, recolectando bayas, frutos, raíces, cocos y plantas comestibles y manteniendo el campamento. De vez en cuando compiten con los azules –Sven sigue sin saber por qué- en las más diversas pruebas: bucear para sacar cofres del mar, carreras de diversa índole o aquello tan viejo de tirar cada equipo del extremo de una cuerda para derribar al otro. Sven se entiende con sus compañeros por señas y va aprendiendo alguna palabra en castellano como estrategia oLobatón, vocablos que sus compañeros repiten mucho pero cuyo significado aún ignora. También aprende, como suele ser habitual, multitud de expresiones extremadamente útiles, del estilo de joder, cabrón, hostias ohijodeputa.
Una noche fueron convocados al otro extremo de la isla, en una especie de lugar de reuniones estilo tribu-aborigen-cine-de-aventuras-Hollywood-años-cincuenta. A la luz de las antorchas, les entregaron unos pergaminos en blanco y útiles de escritura. Como Sven no sabía qué hacer con ellos, dibujó una cara sonriente. El de las barbas recogió los pergaminos y, tras verlos todos –y sorprenderse con el de Sven -, señaló a uno de sus compañeros y éste se fue. No le volvieron a ver. Pasaron los días, las pruebas y la rutina diaria y volvieron a convocarles. Otra vez los pergaminos, otro dibujo de una cara sonriente y otro compañero expulsado. El paso de las semanas y de las reuniones entre antorchas fue diezmando al grupo, que tuvo que ser juntado con el de las camisetas azules. Pero las expulsiones seguían. Sven, en sus numerosos ratos de ocio, se preguntaba adónde irían los compañeros expulsados. ¿Volverían a la civilización o serían abandonados a su suerte en medio del mar? La expresión de sus caras cuando les señalaba el barbudo y el tono de gravedad en que éste les nombraba hacía sospechar lo segundo. Y todo esto, ¿por qué? ¿Qué sentido tiene esta especie de competición? ¿Por qué lo graban? Y aún más: ¿qué pinta él en todo esto? ¿Por qué no le devuelven a su país? Él es un náufrago; el superviviente de una tragedia en alta mar. ¡Demonios, esto es kafkiano!
Una mañana, cuando ya sólo quedaban tres, volvieron a ser convocados, esta vez sin antorchas. En esta ocasión no les dieron pergaminos. El de la barba les habló durante un rato, como explicándoles algo muy importante, y luego señaló un punto en el cielo, a lo lejos. El punto se fue haciendo más grande a la par que se empezaba a oír el zumbido de las aspas de un helicóptero. “¿Saldremos al fin de aquí?”, se preguntaba Sven. El helicóptero aterrizó y fueron invitados a subir, despegando inmediatamente. Tras media hora de viaje llegaron a un aeropuerto en el que fueron embarcados en un avión de Iberia, la aerolínea de bandera española.
- ¿Dónde vamos? –preguntó Sven, que ya conocía algunas expresiones básicas en castellano.
- A España –le respondió la azafata, sorprendida.
Al salir del avión subieron a un Mercedes negro enorme que les estaba esperando. Sven seguía sin comprender nada, pero sentía que su aventura estaba llegando a su culminación y que pronto obtendría las claves que le permitirían dar sentido a tan extraña odisea. El Mercedes llegó a lo que parecían unos estudios de televisión (en la fachada se podía ver el mismo logotipo que en las cámaras de la isla). Había mogollón de gente allí. Cuando Sven bajó del coche, la concurrencia le obsequió con una cerrada ovación. El marinero no salía de su asombro. Mucha gente joven llevaba camisetas con su foto. También había pancartas con caras sonrientes similares a las que él dibujaba en la isla. Y todos le aplaudían, le jaleaban... Muchos incluso intentaban tocarle. Unos guardias de seguridad se encargaron de mantener a raya a la gente e introdujeron a Sven dentro de los estudios, donde también fue aplaudido y un señor con bigote le soltó una perorata de la que lo único que Sven entendió fue la palabra campeón. Al terminar su discurso, el del bigote entregó a Sven un maletín y unas llaves. El maletín contenía 20 millones de pesetas y las llaves resultaron ser las de un todo-terreno. Qué pasote.
- ¡Conio! –fue lo único que acertó a decir el atónito Sven, lo que provocó carcajadas entre el público. El del bigote, sonriente, le dio unas palmaditas en la espalda.
De vuelta a su país, al volante de su nuevo coche, Sven no podía dejar de pensar: “Joder, ¿cómo narices cuento yo esto en mi pueblo?”.
Texto: Roberto Blanco Tomás.
Publicado en PEQUOD, nº5